Relato ganador del quinto premio de cuento en el Concurso 2017 del Grupo de Escritores (Argentina) donde compitieron unos 3000 autores con sus cuentos.
El agobiante calor
que hacía ya varios días atacaba Buenos aires, me obligó a sentarme en un café
Starbucks del centro, de esos modernos y con aire acondicionado.
Entre decenas de
mesas divisé un sillón marrón y café frio en mano, me lancé a atraparlo. Ya
sentada en él, di unas largas pitadas de pajita. Un dolor de cabeza, causado
por un imprudente pedazo de hielo que se infiltró en mi garganta, me encegueció
momentáneamente y aproveché para respirar hondo cerrando los ojos. Mi técnica
para "desconectarme de la realidad” y ver solo "historias".
El café estaba lleno
de hípsters,
nerds,
metrosexuales
y anda a saber cuántas definiciones más, que ni ellos mismos entienden, pero en
un mundo confuso como el de hoy, les da algún tipo de pertinencia que no encuentran
en Facebook o WhatsApp.
Una voz gruesa y
preocupada sonó a mi lado:
— ¿Perdón, esta
silla está ocupada?— preguntó secándose la transpiración que se creó en su
frente culpa de la diferencia entre el calor de afuera y el frio de adentro.
—No, llevala—su nerviosismo
era evidente y esperé que mi sonrisa ayudara. No lo hizo.
Tenía pelo negro,
largo, peinado como con gomina, a lo tanguero que olvidó pasar por la
peluquería. Líneas en los costados de sus ojos delataban que su verdadera edad,
estaba lejos de esa que permitía llevar jeans rotos, remera escote "V"
con corbata y barba de homeless, pero
parecía no importarle.
—Perdoná el atraso—.
Un segundo hombre ocupó la silla que el morocho cuidaba como perro guardián.
—No pasa nada…Javier—
dijo el hípster desconcertado, mirando al rubio que se le sentó enfrente.
Sus ojos verdes, traje blanco impecable y zapatos más blancos todavía daban la impresión
de propaganda de blanqueador para ropa. Su sonrisa era hipnotizante. El calor no
lo afectaba y parecía haber salido recién de una ducha fresca. Su perfume, que
recordaba al jazmín, llenaba el ambiente. Era extraño y totalmente simétrico,
de esos de los que se dice: le pueden vender hielo hasta a un esquimal.
—Gabriel— contestó
el extraterrestre. "¿Extraterrestre dije?". Si alguien entrara
en mi mente en este momento, seguro escucharía las ruedas de escritora empezar
a funcionar. —El celular. Apagálo y sacále
la batería. —Javier hizo lo que le pedía y yo puse la mano sobre el mío automáticamente.
"¡Es un secuestro! Ahora seguro que saca un arma bajo la mesa".
Imagine que el "Leonardo di Caprio junior" era el segundo de
algún capo mafia y el morocho, el hijo vago al que le secuestraron a su
millonario padre, que mostrando el diario de hoy en un video mandado a su
celular, le rogaba que lo rescaten.
— ¿Tenés arma?—
preguntó tranquilamente Gabriel. "¿¡Armas!?" Esto se estaba poniendo pesado "ahora
se arma una festichola de disparos y yo ocupada en tomar mi café frio… ¡con
pajita!". Me imaginé dando declaración para la prensa después de
sobrevivir el tiroteo con el vaso todavía en la mano, saliendo de entre
escombros y partes de cuerpos. Anoté en mi anotador mental: "dedos y
esas cosas que pueden volar con facilidad dadas las condiciones adecuadas".
Sería el personaje perfecto, ese que no tiene nada que ver, atrapado en una
situación insólita. Tan poco preparado para ser héroe, que no se fija en lo idiota
que parece, con su vestido floreado y vaso con pajita frente a las cámaras.
—No sabía bien que
traer—titubeó el terrícola—traje una Victorinox. Descarté la idea del
secuestro y tiroteo. Frustrada di un salto cuando mi celular sonó: "¡No
puedo ahora!, estoy en el medio de una película", susurré y corté sin
esperar respuesta, ni dejar de mirar fijamente la mesa en la que se sentaban
los dos más extraños participantes, de mi semanaria búsqueda de nuevos personajes.
Gabriel "¿será
el verdadero ángel Gabriel?", lo miró unos segundos fijo, calculando
tal vez si valía la pena seguir con lo que sea que era esta insólita reunión.
Como a mí, al incómodo Javier que lo miraba con ojos negros y brillantes sin
pestañar, se le hicieron largos. Me divertí con la idea del gran famoso ángel
sentado en una reunión de trabajo en un Starbucks cualquiera en medio de Buenos
Aires e imagine unas grandes alas escondidas en el traje:
—No puedo garantizar
tu seguridad— declaró levantándose. Acomodó la silla mientras levantándose
también, Javier asintió. Me moría de angustia y curiosidad: ¡Me iba a quedar
sin cuento! Chupé lo que quedaba del café con ansiedad, tratando de enganchar
algún dato más, algún pequeño detalle que me dé la respuesta, antes de que se
escapen mis misteriosos personajes. Sorpresivamente, mientras ellos se alejaban
con mi esperanza, el detalle apareció sobre la silla de la víctima. "se
le debe de haber caído del bolsillo. Bueno, ya se fue, así que no pasa nada si
leo el papelito". Me estiré un poco y agarré el papel de diario
doblado en dos. Era un pedazo de los clasificados y todavía se veía parte del
marcador rojo icónico, que remarcaba el anuncio. Lo leí expectante y mi corazón
dio un salto. Me le levanté abruptamente, tropecé con la pata del sillón y me
agarré de una señora que asustada, salpicó a su compañera de charla con café
caliente. Como en una película de acción, parada en la vereda, busqué
desesperada alguna anomalía entre los cientos de autos que pasaban por la calle
Florida en la mañana de un martes de verano. Nada. Guardo el anuncio como un
pequeño tesoro y sigo buscando en los clasificados de cualquier diario que
encuentro, nuevo o viejo, a ver si aparece de vuelta. Probando combinaciones de
números sin éxito. De vez en cuando, entro a ese Starbucks, esperando enganchar
otra reunión. A lo mejor, el fantasma rubio o incluso el morocho con gomina,
leen esto y me
buscan, o tal vez, me los encuentre en algún futuro.