Hoy en el blog, Pablo Feldman y Yamila Carini deleitan con dos narraciones en donde el reloj se vuelve un caprichoso protagonista que juega con el asombro de los personajes. ¡Que los disfruten! Aguardamos vuestros comentarios...
PAUSA
MÁGICA
Por Pablo
Feldman
Abelardo dibujó con tiza en el suelo una estrella de
cinco puntas con un círculo alrededor, se paró en el centro, sostuvo el amuleto
en alto con su mano derecha y con el libro abierto, pronunció el conjuro en voz
alta: -¡Tempus est, subtitit, et non fluere!
El doctor Abelardo Lecuyer, médico psiquiatra, era un
tipo callado y serio. Descuidado en el vestir, bajo y relleno, usaba anteojos
“culo de botella”. Llegado a los
cuarenta y cinco seguía “solterito y sin apuro”. En realidad, no se relacionaba
ni con mujeres ni con hombres y repartía todo su tiempo entre el trabajo y la
lectura. Era fanático de los libros antiguos y de ser posible, escritos en
lenguas muertas: latín y griego. Frecuentaba esas librerías que venden usados
en la calle Corrientes y en ocasiones lo favorecía la fortuna y encontraba
alguna “joya” cubierta de polvo por muy bajo precio. Ese día, a media mañana,
pasó por lo de su proveedor favorito: Don Venancio, dueño de “Librería Hermanos
Libraio” con un negocio en Buenos Aires y una sucursal en Roma.
Al abrir la puerta, una campanita que colgaba del marco
alertó al dueño de un potencial cliente. Don Venancio lo reconoció enseguida y
con una amplia sonrisa exclamó:
-¡Justo pensaba en usted “doc”! Ayer al mediodía, me llegó un flete con un
montón de libros viejos, era la biblioteca de un profesor de filosofía. El corazón de Abelardo se disparó. Una
sensación que empezaba en el ombligo, rápidamente descendió hasta la
entrepierna produciéndole una erección. Sabía que en esos lotes, podía
encontrar incunables y el placer que esto le producía iba más allá de lo
intelectual, lo excitaba sexualmente. Quizás por eso no necesitaba una esposa.
Con los libros estaba más que satisfecho.
-¿Dónde están? ¿Los puedo revisar?- preguntó ansioso como
un adolescente en su primera cita.
-Faltaba más “doc”. La mitad del montón está en la mesa
verde del fondo. Todavía no tuve tiempo de revisarlos ¡Sírvase nomas!
Casi sin poder contener la lujuria se encaminó hacia los
libros, con una duda inmediata, egoísta y ambiciosa que lo impulsó a preguntar:
-“¿Cómo que la mitad? ¿Y el resto?”
-Ya los embalé para Italia, al negocio de mi hermano-. Abelardo, se consoló pensando que la mitad
era mejor que nada y que algún día visitaría la sucursal al otro lado del
Atlántico.
Luego de una revisión superficial, su “ojo” de
especialista lo encontró. Lo levantó con adoración y con mucho cuidado lo
inspeccionó. El primer tomo de una pareja de libros. Grande, pesado y con tapas
forradas en cuero. Olía a viejo, en la tapa había un dibujo en relieve de un círculo
con una estrella en su interior y las palabras en latín antiguo “Horologium Stetit” (reloj detenido). En la contratapa,
dentro de un sobre, había un amuleto de plata con la misma figura. El segundo
volumen no estaba, seguro había viajado a Roma. Pagó si discutir el
precio y fue directo a su consultorio.
Luego de prepararse un café con pan y manteca (no hay
nada más sensual que sumergirlo en la taza y comerlo mientras chorrea el jugo
antes de desarmarse) empezó a leer contento como un chico abriendo los regalos de
Navidad. Iba traduciendo simultáneamente con la ayuda de algunos diccionarios
profesionales “latín-castellano” que iba apilando sobre el escritorio. Luego de
cincuenta páginas, entendió que se trataba de un tomo de alquimia de la edad
media que explicaba cómo detener el tiempo y luego hacerlo correr nuevamente.
Tenía que dibujar el símbolo en el piso, pararse en el centro y con el amuleto
recitar una fórmula en latín. Bien hecho, haría que se congelaran las
manecillas del reloj para todos menos para el poseedor del libro. La tentación
de probarlo fue más fuerte que la lógica científica. Sabía que era una
superstición, que no pasaría nada, pero se preguntó: ¿Qué podía perder con
intentarlo? Sería como un juego… ¿Acaso los adultos no podían jugar?
Sostuvo el amuleto en alto con su mano derecha y parado
en el centro con el libro abierto, pronuncio el conjuro en vos alta: -¡Tempus
est, subtitit, et non fluere!-.
Por supuesto, el tiempo siguió corriendo.
Los filósofos dicen que es como un río que no puede ser
detenido en su avance constante. ¿Más si pudiéramos interrumpirlo y copiar las
respuestas de un examen, o atajar un jarrón antes de estrellarse contra el suelo?
La ciencia dice que es imposible. Nos quedaría la magia como alternativa.
¿Acaso existe? Riéndose de sí mismo se sentó y siguió leyendo. Tan absorto
estaba que no reparó en que las horas pasaban y los pacientes no venían, ni
tampoco se percató de que la luz del día que entraba por la ventana no
disminuía. Sintió hambre y recién entonces miro su reloj. ¡No podía ser! Habían
pasado seis horas. Algo no estaba bien ¿Cómo era posible que todavía no hubiera
oscurecido? Se asomó a la ventana y tuvo que agarrarse de la pared para no
perder el equilibrio. En la plaza de enfrente la gente que caminaba estaba
“congelada” con un pie en el aire. Un niño que había arrojado la pelota estaba
petrificado con los brazos alzados y el balón flotando sin caer. Las hamacas
con su carga infantil, se mantenían suspendidas a medio camino. Corrió hacia el
libro y busco desesperado la última página. ¡Sí! Allí decía que había que
pronunciar un contra-conjuro para volver otra vez a la normalidad. Por los
nervios no entendía la última frase No estaba seguro si esas eran las palabras
mágicas, así que tomó uno de los diccionarios y con las manos temblorosas
tradujo: “La frase para revertir el efecto debe ser pronunciada en voz alta
y sin pausas. La encontrará, al final del segundo tomo”…
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LA DESPEDIDA INEVITABLE
por Yamila Carini
Todo ocurrió una noche de diciembre de 2016, en un país europeizado de
Medio Oriente, a pocos segundos de fin de año, cuando el termómetro marcaba cinco
grados de sensación térmica y ocho de temperatura real… mi reloj pulsera se frisó.
Afuera, el asfalto aún se
encontraba húmedo por la última llovizna caída ese mismo treinta y uno por la
mañana. Los locos parecian caminar
lentamente por los cordones de las veredas en busca de calor, alguna moneda o
una sonrisa pasajera y amistosa. En el
aire se comenzaban a escuchar murmullos de planes, miedos y emociones
enfrascadas. Los trescientos sesenta y cinco días estaban por cumplirse otra
vez en el conteo mundial.
Hombres y mujeres de diferentes colores y lenguas, sonreían en los bares y
discotecas con una copa en mano y una mirada rojiza y empañada a base de humo,
alcohol y del inusual frío que arañaba las calles de Tel Aviv. Algunos fumaban
como si fuese el último cigarrillo de su vida, esperanzados por cumplir con la
promesa de fin de año. Otros aprovechaban el happy hour para acercarse a alguna
boca disponible. Estaban quienes se sumergían en los teléfonos inteligentes que
no daban respuesta.
Mientras tanto, Australia ya transitaba el 2017 hacía horas. Entonces, noté
que el segundero de mi reloj fue entumeciéndose, como una extremidad en proceso
de congelamiento, hasta estancarse a pocos segundos del número doce que marcaba
la medianoche.
Aprovechando la falla técnica del momento comencé a observar cómo
una ciudad cronometrada en simultáneo comenzaba a vivir una realidad que no era
la mía.
La música se escuchó de repente
más fuerte, las puertas de los boliches se habian abierto de par en par emanando
un vapor de condensación inevitable y disfrazando al escenario en una especie
de sueño abierto. Un hombre con aspecto de cowboy miró hacia mi lado y sonrió. –
¿Me habrá sonreído a mí? Imposible -recapacité-
si nos encontramos en diferentes líneas temporales-. Moví la cabeza, el reloj
seguía estancado, rehusándose a avanzar. Volví la vista al desconocido y me pareció
encontrar su mirada una vez mas. –Imposible- me repetí.
De repente, mi celular comenzó a vibrar
en el bolsillo derecho de la chaqueta, un escalofrio se apodero de mis manos.
Mire el reloj de refilón, nada había cambiado. El celular siguio vibrando hasta
que decidí tomar la llamada. –Hola!?-. Escuché una voz ronca pero dulce: era mi
hermana, del otro lado del globo terráqueo, quien estaba a cinco horas del 2017,
o sea, también se encontraba en el año 2016, como el reloj y yo. -¡Feliz año nuevo
enana!- gritó con entusiasmo. Súbitamente una emoción gigante galopó en mi
pecho, quise llorar y reír, sintiendo un extraño frenesí. Tomé un gran sorbo de aire y relajé mis
hombros, justo cuando el reloj marcó las doce y un segundo.