8 may 2016

Como trapos lavados al sol

Hoy en el blog presentamos un conmovedor relato corto de Maryluz Rivera Sierra, nacida en Colombia y que reside desde hace varios años en Israel.  Con ella aprendemos, como verán, que cada autor tiene una visión única y propia de la vida y que un episodio puntual y pequeño puede ser narrado en forma deliciosa, desde la particular impronta de cada uno.

COMO TRAPOS LAVADOS AL SOL 
por Maryluz Rivera - 2016
El río grande del Magdalena es caudaloso, caprichoso y suele refrescar los zócalos de las casas coloniales cuando se altera, dejándolos pintados de color agua. El eco del todo se abraza a su caudal como ninfa enamorada, llenando de rumores los silencios de las noches cálidas. Repercusiones de un pasado que sigue vivo y que hoy regresa.
El día que a Mompox, mi villa, le agregaron el apellido ‘de la Cruz’, habían obligado a todos sus habitantes a firmar una carta que rezaba:

“En el nombre de Dios y arrodillado,
Con la mano puesta sobre la imagen de este crucifijo,
Juro ante los delegados del cabildo y de la santísima Madre Iglesia,
Que en mis venas no se encuentra rastro de sangre impura musulmana, ni judía, ni india ni negra.
Que soy descendiente de españoles puros y dignos.
Que mis apellidos los he heredado con hidalguía y que siempre defenderé los intereses de su majestad y los dominios que comprende su poder.”

Han pasado ya varios siglos de aquel pasado inquisidor, en el que, a punta de torturas, habían hecho de Mompox la comunidad más católica de toda la Nueva Granada. Las tapias de sus casas de abolengo y por supuesto el caudaloso rio, se habían convertido en los únicos testigos vivos de aquella época de tragedias amargas.
Rezandera, señoritera y puritana, Mompox de la Cruz se escudaba en la senilidad que le daban los cientos de años que cargaba encima. Habiéndose olvidado ya, de algunos "vergonzosos" secretos y acomodada en su imagen de comunidad católica, apostólica y romana, había florecido como ninguna en la región. Se había convertido en un lugar turístico abrazado a las bondades del rio y su brisa cálida.

De niño, solíamos visitar por las tardes la casa del bisabuelo Elías, el padre de mi abuela materna, que a sus noventa y pico de años todavía tenía el temple de un roble. A pesar de su edad, insistía en pasar largas horas en el taller de filigrana en oro y plata que tenía en el sótano. Daba órdenes y les decía a todos lo que hacer. 
-Mire mijo y aprenda, arte de familia. De esto hemos vivido los españoles en estas tierras. Los demás solo saben pescar -afirmaba de manera engreída y se jactaba de sus antepasados como si hubiesen sido los mismos monarcas del reino español.
-¡Descendientes de fundadores somos mijo, no se le olvide, de Don Alfonso de Heredia! - afirmaba tajante.

En tiempos de la colonia, la villa había sido la meca del oro. Procedentes del interior del país, borrascas del preciado metal desembocaban en el joven y caudaloso rio Magdalena rumbo a Cartagena de indias y de ahí a las arcas de la reina.
Heredero de esa historia me creí toda la vida; me imaginaba que de grande yo sería como Elías. Alto, elegante, con presencia. Fantaseaba con ser el dueño del taller más grande de la villa y me casaría con una joven de mi misma condición, de clase y linaje español.
Hoy, el rio no solo refrescó los zócalos, sino que inundó la casa y mis memorias. Secretos lavados se extienden ante mis ojos como trapos mojados al sol.
Entre risas y desconciertos, María, mi hermosa esposa de origen Tairona y yo, sacamos del sótano un pequeño baúl de metal repleto de artefactos “non sanctos” para tanto abolengo.

Una Mezuza de cobre, un candelabro de Janucá en oro y plata, una filacteria (Tefilin) de cuero y un libro que a pesar de estar deshecho por el agua y el lodo se resiste a desaparecer, conservando intacta su pasta dura y forrada en el preciado y dorado metal. Sus letras en alto relieve que dicen “Torah” encandilan los ojos con su brillo al ver de nuevo la luz.
-"Nada es lo que parece, ni nadie es quien dice ser”- solía decir Elías.