-Si... ayer. En el Taller Literario. No se me va de la cabeza.
Violeta me interrumpió con un gesto de fastidio y señaló los mas de doscientos esmaltes que adornaban afiladitos los estantes blancos de la pared.
-Elegí un color y mejor seguí en tu mundo, pensando. Hoy no tengo paciencia para tus historias de intelectuales.
-Una mujer escribió un texto conmovedor -expliqué, obviando su comentario-. Yo había pedido que traigan un cuento corto "de amor y despedida": la pasión que termina, el adiós que se impone por destino u elección.
-Buen tema- reconoció Violeta.
-Hace unos dos años, una mujer ya madura -elegante y bonita- me pidió venir al Taller de Escritura. Me hablaba un poco en hebreo y un poco en español, ambos con marcado acento alemán. Acepté con escepticismo... ¿no habla bien castellano y quiere escribir? -pensé-. Sin embargo, con el correr de las clases fui comprobando que sus escritos estaban cargados de poesía, sentimiento y músicalidad. Pronto supe que no era judía y que su familia vivía en Alemania, adonde viajaba seguido a visitarlos. Sentí curiosidad: ¿Quién era esta mujer que me traía bombones en estuche de Santa Claus cuando volvia de viaje? ¿Qué hacía viviendo en Israel, hablando hebreo, escribiendo en español?
-¿Sabes quién es Ulla? -alguien deslizó la pregunta una tarde, en un evento del Instituto Cervantes-.
-No... ¿quien es?-
-Su padre y su abuelo fabricaban los contenedores donde se transportaba el gas Cyclon B hasta los campos de concentración en Aushwitz. El gas de las cámaras de gas...
A Violeta se le volcó el frasquito de esmalte.
-Dios mío, "eso" no es Ulla! Qué carga tan pesada...
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Ulla Guesner eligió vivir, amar y escribir en Israel. Con talento y obstinación, con pasión, osadía y perseverancia, bucea en el grito de lo que no puede cambiar y -con la ayuda de las palabras- lo transforma en un canto de reparación. Eso es "Helgaken".
Helgaken
por Ulla Gessner
-Acuéstate conmigo- los ojos azules de Heinrich brillaban. Con brazo flojo levantó la manta por encima de él y corrió la baranda de la cama de hospital. Helga vaciló: a cada momento podía llegar
alguien. Por otro lado no había nada que perder... quizás soportar miradas o
palabras de desdén.
Heinrich estaba muy enfermo y por
su avanzada edad, no le quedaba mucha resistencia. Helga levantó suavemente la cobija y se acostó a su
lado. El buscó a tientas el lugar más
caliente entre sus piernas. Solía llamarlo “la calefacción solar”. Helga intentó recordar el día en que lo dijo por primera vez. Era invierno y
se había divertido mucho por la comparación tan práctica. Se apretó contra él.
La puerta se abrió y apareció una enfermera inoportuna. Como un burro
terco que se asusta de algo imprevisto, se frenó de golpe y
desapareció al tiro.
Helga sabía que no les quedaba mucho tiempo. La mujer de Heinrich
también estaba en ese hospital y todos la conocían.
-Helgaken... te quiero-. Heinrich la besó como un hambriento en la selva que
por fin, encuentra una fruta dulce. Ella respondió ardientemente, como si ese
beso fuera el último. El presente se transformó en eternidad. Ese beso era el sello de su amor – un amor de
profunda intimidad, un amor de fin de semana mensual, un amor de charlas sin
fin, un amor con literatura y congresos, un amor entre un judío que ha
sobrevivido en la resistencia del gueto de Vilna y una alemana en cuya vida pesaba un padre involucrado en crímenes de guerra.
“Tú eres para mí la reparación, la nueva Alemania” -le había
dicho Heinrich una vez y sus palabras colocaban su encuentro en un contexto universal. Helga no era capaz de interrumpir esa unión.
Antes que vengan los doctores,
llegó -como un ángel- la muerte.
Heinrich apoyó su cabeza sobre la almohada sin tocar a Helga, que escuchó
su último suspiro. Con ese aliento final salió su lengua, azul como nunca antes, esa lengua que sabía acariciar
tanto su boca.
–Heinrich- susurró al
sentir que la mano de él en
su “calefacción solar” perdió la fuerza
viva. Heinrich... Pero se quedó mudo para siempre.
Helga acarició su mejilla aún tibia y apartó el barral de la cama de hospital. Se arregló un poco el
cabello y abrió la ventana para que el alma de Heinrich pudiera volar hacia afuera. Lo hizo automáticamente y se extrañó al notar
que pensaba en algo sobrenatural... ¿cantaba un pájaro frente a la ventana o
fue su pura imaginación?
Dos médicos entraron a la
habitación. Detrás de ellos la enfermera entrometida. Los tres miraron a Helga con muda curiosidad y rigor
al ver lo que pasó en la cama.
Ella tomó su cartera y salió rápidamente del hospital.
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A ver, autores... ¿quién hace "click" en comentarios y -al igual que Ulla- transforma una "carga" que pesa y duele como espinas... en un canto de amor y reparación?
A ver, autores... ¿quién hace "click" en comentarios y -al igual que Ulla- transforma una "carga" que pesa y duele como espinas... en un canto de amor y reparación?