Semana tras semana, a la vez que perfeccionaban su manera de relatar, fueron afianzando una relación cálida, sentida y fuerte con el grupo de escritrores y conmigo, que tengo la suerte de conducirlo. Chus nos conmovió con historias "de mujer" muy reales, al estilo Angeles Mastretta y Pedro se convirtió en un maestro de la "reflexión interna", un recurso tan magnífico como difícil: el autor desmenuza cuestiones universales a través del momento particular que atraviesa su personaje.
Así, sacando a luz cada vez una mayor destreza narrativa, Pedro ganó los tres últimos concursos de relatos cortos que organizó el Cervantes de Tel Aviv y al concurso siguiente, el Instituto le solicitó que oficie de Jurado.
Pedro y Chus, se despiden la semana próxima del Taller y el mes próximo de Israel. Nos queda la amistad férrea que se forjó en la intimidad de las clases, la certeza de que volveremos a vernos en Tel Aviv o en Madrid y la esperanza, por cierto... de seguir leyéndolos.
Con el excelente relato "Efectos Personales" Pedro y su ya emblemático personaje "Conrado", se despiden de nosotros. Los dejo en buenísima compañía... que lo disfruten!
Efectos personales
Por Pedro Muñoz
Ha llegado el momento de marchar. Hay que
levantar el campo y preparar la mudanza. Como al pie de un imparable glaciar,
rodeado de la oscura morrena, Conrado contempla la acumulación heterogénea de bártulos
que debe envolver en papel y luego colocar en cajas. ¡Dios, cuanta mugre
arrastra el tiempo!
Lleva casi un minuto sin mover un dedo
invadido por esa parálisis que produce la combinación de desgana y la perspectiva de una tarea inabarcable. Termina por ponerse
a ello. Sabe por experiencia, aunque tan solo fuera de traslados, que si uno no
empieza, tampoco acaba. Se sienta en una silla, suspira resignado y con el
cuidado necesario para evitar una lumbalgia, a su edad siempre al acecho,
empieza a seleccionar los objetos. Es el momento de desembarazarse de ese
lastre de desechos que el curso de la vida va dejando en nuestro nido. Aunque a
veces al dejarlos partir dejen un rastro de sangre.
Envuelve la pluma esmaltada del abuelo. No
funciona, pero es un bonito recuerdo; los pasaportes caducados, llenos de
sellos exóticos; el bote de monedas no menos exóticas; ajadas agendas llenas de
nombres que solo son fantasmas de un pasado que parece remoto, números de
teléfonos de pocas cifras y direcciones
que solo existen en su memoria. Un
pasado que, en su penumbra, parece un lugar más acogedor que este presente de
luz cegadora.
Una nueva ola de desánimo le invade al
comprobar que a este paso no va a deshacerse de nada. Con gesto decidido acerca
la caja de cartón que servirá de cubo de la basura y empieza a arrojar trastos:
gafas de sol pasadas de moda, linternas oxidadas, CDs, apuntes, libros de
texto, declaraciones de la renta… Se arrepentirá. Está seguro. Pero a medida
que crece la montaña de lo descartado disminuyen sus escrúpulos y su ímpetu se
convierte en fiebre purificadora. Fuera todo. Hay algo absurdo e inadmisible en
la discordancia entre este descomunal rastro de residuos y la leve y efímera
huella que dejamos en los demás- piensa. Contemplar cómo van quedando vacíos
estanterías y cajones además le produce esa íntima satisfacción del orden
Llega el turno de los álbumes de fotos. No
puede evitar la tentación de abrir uno de ellos. Hubo un tiempo en que a la
clásica pregunta-trampa sobre que salvaría primero de su casa en caso de
incendio, contestaba sin dudar que todas esas instantáneas que empiezan ya a
amarillear. Somos nuestro pasado y esas imágenes nos permiten conservar un
tiempo que se escurre entre las manos. Bueno, ahora todo está en la “nube”.
Pasa las gruesas páginas y contempla la
belleza adolescente de Carolina, la engañosa mirada dulce de Julia, la risa de
Esteban ignorante del trágico destino que le esperaba… Todo le trae el regusto
agridulce de las oportunidades perdidas y la felicidad imaginaria. En otra, ese
joven de alborotados cabellos que le mira en la foto desmiente la impresión que
cada mañana le devuelve el espejo de que nada ha cambiado.
Casi solitaria en la librería queda una
voluminosa carpeta de cartón roja. Contiene más de un centenar de relatos
redactados por sus compañeros del
Cervantes, juntaletras aficionados con los que comparte las dulces fatigas del
creador. Tampoco puede evitar la tentación de abrirla y hojear alguno de los
cuentos. Aunque él casi presume de mala memoria, se sorprende cuando le basta
leer unas pocas frases de cada uno de ellos para recordar la trama y hasta las
discusiones que provocó en clase. Más
fácil aún le resulta reconocer la mano que los ha escrito: los adjetivos
exóticos, la infancia recuperada, las sombras familiares, las historias apasionadas
o románticas, las protagonistas indefectiblemente asesinadas…
Cada loco con su tema.
Les echará de menos. Han rebuscado en el fondo
del alma en busca de materiales de construcción para confesarse, protegidos apenas
con el disfraz de la ficción, a veces tan tupido y a menudo transparente. Revelándose
a la manera en que en ocasiones nos desahogamos ante un desconocido, mientras
callamos frente a quien comparte nuestra cama.
Echando un vistazo al exiguo conjunto de
objetos salvados de la quema, se da cuenta de que todos tienen el poder de
evocar un tiempo, una cara, un lugar. Estelas del camino en busca del tiempo perdido.
El criterio de la selección parece claro: lo
que nos hace sentir, lo que nos recuerda quienes somos, lo que nos abre los
ojos y a la vez nos deja viajar ligeros de equipaje. Más difícil parece el
aplicarlo.
Conrado sabe que si consigue hacer así su
maleta no evitará el precio del desarraigo, pero al menos el tiempo no será ese
imparable glaciar que terminará aplastándole, sino la brisa que le llevará
donde quiera el destino.
Dedicado a Andrea, Lucía, Mariluz, Zule,
Nelson, Joaquín, Sabina, Vivian, Jose, Yamila, Eitan…
A Chus le dedico todo lo demás.