Por Mariluz Rivera Sierra
El calor y el tráfico desdibujaban el
paisaje de las calles de Tel Aviv. La densidad amarraba mis ojos a Morfeo. Y
yo, impávida frente al peligro, apenas podía aferrarme al volante para no caer
del todo en sus brazos. Fue entonces cuando el llamado de mi padre me arrancó
del letargo y de un frenazo evite estrellarme con el auto que tenía en frente. Atolondrada por la situación, apenas si
entendí sus primeras palabras al otro lado de la línea y del abismo que nos
separaba desde hacía ya algún tiempo.
-Que hubo m’hija, necesito que me haga un
último favor- le escuché decir. Le
prometo que después de esto no la vuelvo a molestar -añadió- dejándome claro
que se alejaría de mí aún más.
Le dije que no, anticipándome a su pedido.
Ya estaba bueno de sus locuras -pensé- no le alcahuetearía ni una más. Le pedí
por favor que empacara sus cosas, dejara la selva y regresara a casa con mamá,
quien le esperaba, dispuesta a cuidarle y a amarle como nunca había dejado de
hacerlo.
Papá siempre había sido un loco, un
soñador. Un quijote detrás de mil y una Dulcineas, a las que quería arreglarles
la vida. Desventuradas saladoras de puercos que se vendían al primer hombre que
les regalaba un trozo de pan. Utopías de ensueño que al final de sus días le
habían dejado tan solo y tan triste como al viejo de la Mancha, Alonso Quijano.
Siempre queriendo ayudar a todo el mundo.
Nunca supo decir no.
El día que perdió su negocio y quedó en
bancarrota, lloraba abrazando sus cuadernos de fiados. Interminables listas de
compras, firmadas por todos aquellos deudores morosos. Mi padre no tenía
corazón para dejarles regresar a casa sin el mercado. Que los hijos de otros
aguantaran hambre, era una idea que no podía soportar. Fue así como siempre,
terminaba llenándole la canasta a los paisanos de aquel “Macondo” triste y
olvidado de la mano de Dios.
-No se preocupe Berta, que toda esta gente
nos va a pagar, no ve que me quieren mucho? -solía decir-.
En eso tenía razón, todos lo querían mucho
pero… ¿qué sabe el amor de bolsillos vacíos?
Hacía mucho tiempo que todos habíamos
abandonado el nido y mi padre convertido ya en un ingenioso hidalgo, se había
dedicado a llenar su vida de aventuras dignas de un caballero andante.
Pero últimamente, estaba enfermo y agotado.
Aunque no quería reconocerlo, deseaba reposar el cansancio que le habían dejado
sus travesías. A regañadientes, como quien no quiere la cosa, empacó sus
corotos y dejó que el astro más brillante del crepúsculo le guiara.
Esa misma noche, después de nuestra última
conversación, mi amado quijote emprendió el viaje montado en su Rocinante, una
pequeña moto Vespa tan desgastada como él.
Buscando el camino de regreso a casa,
encontró la muerte en su última batalla. Un embriagado molino de viento que
llevaba por armadura la luz de la luna, sin pito ni aviso, como una ráfaga de
viento, le arrancó la vida estrellándose contra él, dejando su frágil cuerpo
inerte bajo un árbol frondoso de hojas grandes, a la orilla del camino.
DON PEDRO
por Nelson Guilboa
De la cartera
escolar asomaban nombres, rostros, que quedaron a la vera del camino. Dulces
recuerdos que llevo bajo el brazo y los quiero compartir con ustedes. Hoy ya no están, pero existen…uno de ellos
fue Don Pedro o Pedrin como lo llamábamos cariñosamente. Lo conocí en las
primeras vacaciones que pase en el campo junto a mis primos.
La Propiedad lindera le pertenecía. Vivía junto a su asistente -Pinto-
que yo llamaba Sancho por su función.
Dos gauchos de
comedias infantiles, eran tan distintos como su estatura. Pedrin octogenario, alto
y fortachón para su edad, de buen talante y le gustaba bromear, Pinto en cambio
era de estatura baja y aparentaba los cincuenta. De cara redonda, un sombreo de cuero calado hasta
las orejas, atado con un tiento por debajo de la mandíbula, un pañuelo blanco
le rodeaba el cuello y. unas gafas de gruesos cristales, escondían sus
verdaderos ojos. Nos causaba gracia
cuando queriendo simular su miopía, veía cosas de lejos que no existían. Su
oído lo mismo, afirmaba que podía captar sonidos lo mismo que Jilguero, -El can
guardián de la estancia- En cambio
Pedrin no necesitaba lentes y veía mejor que nosotros, sabía quién se acercaba
de lejos con solo divisar la silueta o -el bulto- como él decía. A menudo lo veíamos pasar montado en su caballo o
en el Ford T de capota negra. Que en
días de lluvia, no se atascaba en ningún charco por enlodado y hondo que fuese.
Vivian los dos en
paupérrima modestia, por vocación,
porque no le faltaban los medios. El rancho de adobe, amenazaba a
desmoronarse. El techo de paja, presentaba desordenes y goteras, como si las
gallinas hubieran estado escarbando. El
piso de tierra desparejo y un tablón en una esquina oficiaban de mesa. Un vetusto armario ennegrecido
albergaba vajilla de loza inglesa, que denunciaba la presencia femenina en una
época remota. La cocina, consistía en un fogón siempre encendido en el que nunca faltaba la caldera
tiznada, soplando vapor y silbando como
un barco que se aleja, lista para cebar
el mate, solo eso tomaban, llegue a
pensar que ni saben que existe la Coca Cola.
Con solo
divisar a los cinco “forajidos” armados
de hondas y alguna escopeta de caza atravesando campos rumbo a sus casa, le pedía a Pinto ensillar los caballos. Tenía varios y variados pero
consciente del peligro elegía los más dóciles y petisos.
Un día compitiendo
con mi primo quise acortar distancia y apuré el galope. Cuando lo estaba por
alcanzar, Luna -la yegua de color bayo- metió la pata en un pozo y rodó en el
terreno arado…
Amortigüé el porrazo
con la mano izquierda, que sufrió fractura, pero a Luna hubo que sacrificarla… se
quebró un remo. No sabía cómo emendar esa inconciencia, me sentía culpable, por
un impulso egoísta apresure su fin. Y
para Pedrin generare una tragedia, pues
sabia como quería a sus animales, a todos les había elegido sus nombres. El me
consoló con que a Luna ya no le quedaba mucho, -Esta vieja- me dijo pasándome el brazo por los
hombros -Se fue uno días antes no más, no te martirices
gurí. Ande vaya, vaya al hospital que le ponga un yeso-
Siempre serviciales,
nunca pedían nada a cambio. Mi tío lo invito un día a su casa
en la ciudad, para mostrarle adelantos y
comodidades. Él se rehusaba, diplomático: -El progreso es
adictivo. Cada vez que voy al pueblo
tengo ganas de renovarme y comprar, pero yo le digo a Pinto mejor no cambiar nada,
porque si uno se tienta no termina ahí y ¡hasta una mujer uno elige! Y ahí nomás la vida se complica-…cursaba ya sexto grado y creía saberlo
todo, pero no entendí bien su respuesta.
Tal vez la felicidad
en nuestros rostros de pibes era su salario, su recompensa., Pinto nunca
tuvo mujer pero Pedrin si, en su
propiedad había una casa abandonada
donde alguna vez fue habitada, pero no
sé, nunca pregunte, si perteneció a sus finados padres o si tenía otro fin, de
todos modos estaba por fuera en mejor estado de la que habitaban.
Si tuvo hijos, nunca
hablo de ellos, creo que fuimos nosotros
aquellos que les falto. Le complacía vernos felices. Sin proponérselo más que
un gaucho servicial fue un abuelo ejemplar, por
su actitud positiva, humildad, cariño y
talento.